En
la hora de su muerte
Mi
infancia son recuerdos de un patio de Sevilla, y un huerto claro
donde madura el limonero. Mi juventud la eterna agonía de aquel
anciano que todas las noches me acompañaba en mis lecciones de
álgebra y geometría. Aún escucho el sonido lacerante,
entrecortado, angustioso y minúsculo, cada vez que intento resolver
una raíz cuadrada. Y me acuerdo de él.
Lloré el día que la muerte visitó al limonero. Y reí cuando
descubrí que el anciano agónico vivía en el palomar. Aquellas
palomas, mis compañeras de facultad, prosiguen aún hoy acompañando
a los estudiantes que aprovechan la frescura de la “madrugá”
para poder estudiar. Lo sé porque el otro día estuve con Papá. El
sí que agoniza. Se le está escapando la vida por entre los dedos,
como un puñado de arena fina. Y lo peor es que él no quiere. Que
tiene vitalidad, me dice. Que tiene energía. Que tiene proyectos.
Que aún tienen la agenda de causas llena. Y me pregunta por sus
amigos vivos. Por Paco el estanquero, solo y aburrido, sin mujer,
sin hijos, sin amante, en aquel asilo que paga la Junta. , y por
Antonio el pocero, lelo que se quedó tras su intento de suicidio. .
Y por su primo Marcelo, de depresión en depresión desde los 46; y
ahí lo ves. Y me dice que por qué a él. Que aún no tiene 93.
Noventa y tres años tenía su padre cuando murió de una cirrosis.
Un indeseable para quien nadie tuvo -ni siquiera el cura- una palabra
de cariño. Lo mejor que se podía decir de él es lo que aquel cura
dijo: “Nada”, repite Papá. Le sobró la mitad de la vida. Papá
dice que se llevó por delante “ a fuerza de disgustos y malos
momentos a la abuela y a tres de mis tíos.
Y
es que la muerte le visita a uno sin avisar. De sopetón. Sin
derecho a replicar el manido “vuelva usted mañana”. Aquí te
pillo, aquí te mato, nunca mejor dicho. Porque si Padre tenía algo
claro es la manera en que quería morir. El me tenía dicho que si se
había de morir, que no fuese ni en el Rocío ni en la Feria de
Abril. “Que hace mucha calor y le da a uno mucha pena”. Ni en
Navidades, que luego se nota más la ausencia. Ni tampoco en la
Semana Santa, que aquí -por allí lo dice- es cosa “mu buena” y
se le puede quitar a uno la devoción. Ni tampoco por San Juan. El se
llama así, ¿sabe? Y que no sea en San Fermín, que gusta de
madrugar una mijita para ver los encierros con el pañuelo rojo al
cuello. Ni por la Asunción. Ni tampoco en el otoño. Que se quedan
los cementerios de fríos y desangelados, ni.....
….
si se ha de morir, digo”. Si no hay más remedio.